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Pedro el Grande

<center> Pedro el Grande </center> Nunca agradeceré lo suficiente a mi amiga leal Anna Alós que me invitase a uno de los festines más ingeniosos y suculentos que mi exigente y mimado paladar ha gozado en muchos años, y lo que es más importante, que con la excusa de este insólito banquete disfrutara del privilegio de conocer a una persona exquisita, divertida, bohemia y elegantemente original.

Se trata de Pedro Monge, un cocinero de mil sabores, un viajero incansable que nunca quiso tener restaurante propio para poder cocinar en todos los fogones del mundo, un mago que busca el aroma, el sabor y la textura del lujo, creador de un nuevo concepto gastronómico, la Cocina Itinerante, que deslumbró con sus propuestas gastronómicas a Mike Jagger y a Bill Clinton, a Steven Spielberg y a Ferrán Adriá, al alcalde de Nueva York y a los jeques de los Emiratos Arabes, y que a la vez se siente feliz llegando a tu casa y cocinando para ti y a tus amigos.

Gracias al poder de persuasión de unas guapísimas mujeres, el amor tiene ese tirón, Pedro Monge ha conseguido, si no echar raíces –eso es imposible- anclarse por un tiempo, esperemos que largo, en el restaurante La Tertulia, un oasis de paz, armonía y buenas vibraciones, situado en el centro de Barcelona, donde cada miércoles, creará un abanico de platos nacidos de su inmensa e inagotable creatividad.

Tuve el placer de estar presente en el estreno de esta performance gastronómica, y sólo puedo decir que me deslumbró su huevo ahumado con espuma de patata, quise ponerle un piso a su colosal atún marinado con foie a la parrilla, un plato surrealista y daliniano, me hizo sonreír de ternura su delicadísima sopa de mató con helado de pera, me asombró la deliciosa simplicidad con que elaboró el rodaballo salvaje y su alioli de cítricos, y me postré ante la sabiduría que llevaba en su golosa corteza crujiente el extraordinario cochinillo con melón al oporto.

Como dorado cierre de un banquete inigualable, Pedro nos regaló con una conversación que no tiene precio, y pudimos disfrutar de una velada donde lo único negativo fue la velocidad con que corrieron las manecillas del reloj. Es lo que suele suceder cuando nos acercamos peligrosamente a las puertas del cielo.

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