La salsa de la vida
Ayer domingo, a media mañana, me dio el puntito de prepararme un pedazo de Lumumba enriquecido con finas hierbas, usted ya me entiende, y presa de un furioso e incontrolable ataque de creatividad, conseguí sacar de la nada lo más digno, interesante, productivo, respetable, honesto, y meritorio que puede hacer un ser humano en esta puta vida.
Una salsa.
Alto ahí, el primero que se ría y mire para otro lado, que reflexione un momento. ¿Qué es más importante? ¿Napoleón o la salsa mahonesa? Por supuesto, la mahonesa. De Napoléon nadie se acuerda, a no ser los nostálgicos o tres estudiantes, pero nadie, nadie, nadie, puede evitar echar de menos un poco de mahonesa cuando se toman espárragos, ensaladilla rusa, pescado, carne o lo que sea (De la mahonesa podría hablar largo y tendido mi hijo Carlos, el muy cabrito le ponía mahonesa hasta a la paella recién hecha) Luego no es baladí el asunto. Y si no, que se lo digan a Paul Newman, que con todo el cine que ha hecho, ha ganado mucho más dinero comercializando una salsa de su invención. Así que os quiero a todos calladitos, incluido tú, pirata gilipuá. Sigamos.
No es fácil inventar una salsa. Lo fácil es hacer una especie de engrudo, mezclando lo primero que a uno se le ocurre y haciendo que el conjunto tenga un color y un sabor a todo y a nada, o lo que es lo mismo, a mierda. Una salsa se convierte en perfecta cuando, con un mínimo de ingredientes se produce un resultado espléndido.
Una de las salsas más importantes que podemos saborear es la salsa de mostaza.
La mostaza original es un grano pequeñísimo, un poco picante y difícil de encontrar a la venta tal cual.
Dijón es la capital francesa de la mostaza, y en la tienda de Maille, que tiene en el centro de la ciudad, se pueden encontrar mostazas con numerosos sabores. Es más, cada año, sacan dos o tres variedades diferentes, para gourmets coleccionistas. Porque la estrella de la mostaza Maille, es la variedad Dijon Original, de color amarillo y sabor fuerte, picante. La salsa se ha obtenido moliendo granos de mostaza y mezclados con verjus, una especie de vino de uvas ácidas sin madurar, muy tipico de Borgoña. Esta salsa única fue obra de un gran maître vinaigrier-moutardier del siglo XVIII, Jean Naigeon. Chapeau, Jean. Has hecho más por la humanidad que Alejandro Magno.
Podría seguir y seguir, pero me planto, dejo de hablar de la salsa de Mostaza y os hablo de la mía.
Podría hacerme millonario si la comercializara como lo hizo Paul Newman, pero ¿para qué?
¿Para invitaros a copas todas las noches?
Prefiero regalar mi hallazgo a la comunidad de Internet, la única que vale la pena, a pesar del spam y los pesares.
(El que inventó el correo electrónico hizo también lo mismo, cuando podría ser el multimillonario más impresionante de la historia, si hubiese cobrado un céntimo por cada millón de envíos)
Dios y los genios somos así, señora baronesa.
Así que ahí os lo ofrezco, sin copyright ni mandangas.
Salsa agridulce
(Sobre la base de la Mostaza Dijon Original de Maille)
Mitad, mostaza
Mitad, mermelada de tomate.
Señoras y señores, niños y niñas, principitos y piratas, indómitas e inocentes, ilustrados y contrincantes, lorenitas y marquinhos, upeefes todos.
Decir que esta salsa es genial es decir poco. Es la obra maestra de un genio.
Más sencilla, imposible: Mitad, mostaza, mitad mermelada de tomate.
Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido una inmensa colección de naderías, comparada con su hallazgo.
Intentaré describirla. Comienza suave, dulzona, con un sabor que recuerda al ketchup pero con mucho más noble, gracias al poderío de la mermelada de tomate, pero enseguida, el sabor se transforma y la mostaza borgoñona recupera su punto picante, para dejar que el gusto final tenga un punto agridulce, que invita a repetir.
Es la salsa ideal para la carne. La nobleza de esta salsa convierte una asquerosa hamburguesa yanky en un producto cárnico de cinco tenedores.
Lo dicen los cristianos y lo subscribe el burgués gentilhombre.
Dos cosas, dos, hay en la vida que ha de hacer quien quiera pasar a la historia como buena persona.
Primera: Tener un hijo.
Segundo: Crear una salsa.
(Lo del árbol y el libro, son dos estupideces apócrifas añadidas por algún francés hipotenso y con estreñimiento, de ahí su manía hortiliteraria).
Yo tengo tres hijos y una salsa. He realizado lo más importante de esta vida.
Ya me podría morir.
Pero, oiga, que esperen. No tengo prisa.
Una salsa.
Alto ahí, el primero que se ría y mire para otro lado, que reflexione un momento. ¿Qué es más importante? ¿Napoleón o la salsa mahonesa? Por supuesto, la mahonesa. De Napoléon nadie se acuerda, a no ser los nostálgicos o tres estudiantes, pero nadie, nadie, nadie, puede evitar echar de menos un poco de mahonesa cuando se toman espárragos, ensaladilla rusa, pescado, carne o lo que sea (De la mahonesa podría hablar largo y tendido mi hijo Carlos, el muy cabrito le ponía mahonesa hasta a la paella recién hecha) Luego no es baladí el asunto. Y si no, que se lo digan a Paul Newman, que con todo el cine que ha hecho, ha ganado mucho más dinero comercializando una salsa de su invención. Así que os quiero a todos calladitos, incluido tú, pirata gilipuá. Sigamos.
No es fácil inventar una salsa. Lo fácil es hacer una especie de engrudo, mezclando lo primero que a uno se le ocurre y haciendo que el conjunto tenga un color y un sabor a todo y a nada, o lo que es lo mismo, a mierda. Una salsa se convierte en perfecta cuando, con un mínimo de ingredientes se produce un resultado espléndido.
Una de las salsas más importantes que podemos saborear es la salsa de mostaza.
La mostaza original es un grano pequeñísimo, un poco picante y difícil de encontrar a la venta tal cual.
Dijón es la capital francesa de la mostaza, y en la tienda de Maille, que tiene en el centro de la ciudad, se pueden encontrar mostazas con numerosos sabores. Es más, cada año, sacan dos o tres variedades diferentes, para gourmets coleccionistas. Porque la estrella de la mostaza Maille, es la variedad Dijon Original, de color amarillo y sabor fuerte, picante. La salsa se ha obtenido moliendo granos de mostaza y mezclados con verjus, una especie de vino de uvas ácidas sin madurar, muy tipico de Borgoña. Esta salsa única fue obra de un gran maître vinaigrier-moutardier del siglo XVIII, Jean Naigeon. Chapeau, Jean. Has hecho más por la humanidad que Alejandro Magno.
Podría seguir y seguir, pero me planto, dejo de hablar de la salsa de Mostaza y os hablo de la mía.
Podría hacerme millonario si la comercializara como lo hizo Paul Newman, pero ¿para qué?
¿Para invitaros a copas todas las noches?
Prefiero regalar mi hallazgo a la comunidad de Internet, la única que vale la pena, a pesar del spam y los pesares.
(El que inventó el correo electrónico hizo también lo mismo, cuando podría ser el multimillonario más impresionante de la historia, si hubiese cobrado un céntimo por cada millón de envíos)
Dios y los genios somos así, señora baronesa.
Así que ahí os lo ofrezco, sin copyright ni mandangas.
Salsa agridulce
(Sobre la base de la Mostaza Dijon Original de Maille)
Mitad, mostaza
Mitad, mermelada de tomate.
Señoras y señores, niños y niñas, principitos y piratas, indómitas e inocentes, ilustrados y contrincantes, lorenitas y marquinhos, upeefes todos.
Decir que esta salsa es genial es decir poco. Es la obra maestra de un genio.
Más sencilla, imposible: Mitad, mostaza, mitad mermelada de tomate.
Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido una inmensa colección de naderías, comparada con su hallazgo.
Intentaré describirla. Comienza suave, dulzona, con un sabor que recuerda al ketchup pero con mucho más noble, gracias al poderío de la mermelada de tomate, pero enseguida, el sabor se transforma y la mostaza borgoñona recupera su punto picante, para dejar que el gusto final tenga un punto agridulce, que invita a repetir.
Es la salsa ideal para la carne. La nobleza de esta salsa convierte una asquerosa hamburguesa yanky en un producto cárnico de cinco tenedores.
Lo dicen los cristianos y lo subscribe el burgués gentilhombre.
Dos cosas, dos, hay en la vida que ha de hacer quien quiera pasar a la historia como buena persona.
Primera: Tener un hijo.
Segundo: Crear una salsa.
(Lo del árbol y el libro, son dos estupideces apócrifas añadidas por algún francés hipotenso y con estreñimiento, de ahí su manía hortiliteraria).
Yo tengo tres hijos y una salsa. He realizado lo más importante de esta vida.
Ya me podría morir.
Pero, oiga, que esperen. No tengo prisa.
2 comentarios
marquinho -
ffff -